No me extenderé demasiado, porque ya está todo dicho. Uno de mis escritores predilectos, por su LUCIDEZ, su modo tan particular de hacer esa prosa a la que nos tenía acostumbrados, con largas oraciones separadas por comas, pero cada una en-sí-misma una obra de arte.
Por eso, te homenajeo, Saramago, citando estos tres escritos:
"ME LLAMO JOSÉ SARAMAGO"
Lanzarote, 20 de Octubre de 1999.
Señor Presidente de la República Oriental del Uruguay:
Me llamo José Saramago, soy portugués, escritor y actualmente vivo en una isla del archipiélago de las Canarias. Mi mujer es española, tengo amigos en toda la América que se expresa en castellano, y también, no sería necesario decirlo, en Brasil, que habla mi lengua. Nada que cultural y socialmente importe al mundo iberoamericano me es extraño. Pertenezco a ese mundo com pertenezco a la aldea donde nací. Soy Premio Nobel de Literatura, pero no le escribo desde esa condición. Ni siquiera tengo la certeza de que sea por escribir libros por lo que me dirijo al presidente de la República del Uruguay. Querría que esta carta fuese leída sólo porque contiene palabras de un hombre a otro hombre.
Es cierto que soy escritor, es cierto que soy Premio Nobel, pero eso viene en segundo y tercer lugar. Y no lo digo por modestia; lo digo porque únicamente en los seres humanos (por desgracia, no en todos) el sentimiento de humanidad puede existir y resistir.
Ese sentimiento es el que guía estas palabras. Juan Gelman, el gran poeta argentino, uno de los mayores que el mundo tiene hoy, busca, desde hace años, a su nieto nacido en 1976, en Montevideo, adonde los esbirros de la dictadura militar, en una operación más del Plan Cóndor, transportaron a la madre embarazada. El padre de ese niño o de esa niña apareció muerto en Argentina, asesinado, con un tiro en la nuca. De la madre nada se sabe; su rastro se pierde en un centro clandestino de detención de Montevideo, capital del país del doctor Julio María Sanguinetti.
Si está vivo, el nieto de Juan Gelman tiene hoy 23 años. ¿Dónde se encuentra? El presidente de la República Oriental del Uruguay no se llama Juan Gelman, pero podría, para su infelicidad, siendo, como también es, simplemente Julio María Sanguinetti, estar ahora en la situación del poeta, es decir, buscando con desesperación a su propio nieto. ¿Que haría? Si Juan Gelman, admitamos ahora esta suposición, fuese el presidente de Uruguay, ciertamente el doctor Sanguinetti llamaría a su puerta y le diría: "Ayúdeme a encontrar a mi nieto". Y Juan Gelman, de eso tengo certeza, pondría toda su autoridad al servicio de esa justicia.
Es lo que yo, escritor portugués, le ruego al doctor Julio María Sanguinetti: ayude a Juan Gelman, ayude a la justicia, ayude a los muertos, a los torturados y los secuestrados ayudando a los vivos que los lloran y los buscan, ayúdese a sí mismo, ayude a su conciencia, ayude al nieto desaparecido que no tiene, pero que podría tener.
No tengo nada más que pedirle, señor presidente, porque le estoy pidiendo todo.
Con el respeto debido.
Atentamente,
José Saramago
SIN PAPELES
4 de Diciembre de 1998, El Mundo
La identidad de una persona no es el nombre que tiene, el lugar donde nació, ni la fecha en que vino al mundo. La identidad de una persona consiste, simplemente, en ser, y el ser no puede ser negado. Presentar un papel que diga cómo nos llamamos y dónde y cuándo nacimos, es tanto una obligación legal como una necesidad social. Nadie, verdaderamente, puede decir quién es, pero todos tenemos derecho de poder decir quiénes somos para los otros. Para eso sirven los papeles de identidad.
Negarle a alguien el derecho de ser reconocido socialmente es lo mismo que retirarlo de la sociedad humana. Tener un papel para mostrar cuando nos pregunten quiénes somos es el menor de los derechos humanos (porque la identidad social es un derecho primario) aunque es también el más importante (porque las leyes exigen que de ese papel dependa la inserción del individuo en la sociedad).
La ley está para servir y no para ser servida. Si alguien pide que su identidad sea reconocida documentalmente, la ley no puede hacer otra cosa que no sea registrar ese hecho y ratificarlo.
La ley abusará de su poder siempre que se comporte como si la persona que tiene delante no existe. Negar un documento es, de alguna forma, negar el derecho a la vida. Ningún ser humano es humanamente ilegal, y si, aún así, hay muchos que de hecho lo son y legalmente deberían serlo, ésos son los que explotan, los que se sirven de sus semejantes para crecer en poder y riqueza. Para los otros, para las víctimas de las persecuciones políticas o religiosas, para los acorralados por el hambre y la miseria, para quien todo le ha sido negado, negarles un papel que les identifique será la última de las humillaciones.
Ya hay demasiada humillación en el mundo, contra ella y a favor de la dignidad, papeles para todos, que ningún hombre o mujer sea excluido de la comunidad humana.
¿Para qué sirve la comunicación?
Un gran filósofo español del siglo XIX, Francisco de Goya, más conocido como pintor, escribió un día: "El sueño de la razón engendra monstruos". En el momento en que explotan las tecnologías de la comunicación, podemos preguntarnos si no están engendrando ante nuestros ojos monstruos de un nuevo tipo. Por cierto, estas nuevas tecnologías son ellas mismas fruto de la reflexión, de la razón. Pero ¿se trata de una razón despierta? ¿En el verdadero sentido de la palabra "despierta", es decir atenta, vigilante, crítica, obstinadamente crítica? ¿O de una razón somnolienta, adormecida, que en el momento de inventar, de crear, de imaginar, se descarrila y crea, imagina efectivamente monstruos?
A fines del siglo XIX, cuando el ferrocarril se impuso como un beneficio en materia de comunicación, algunos espíritus apesadumbrados no dudaron en afirmar que esta máquina era terrorífica y que en los túneles la gente moriría asfixiada. Sostenían que a una velocidad superior a 50 kilómetros por hora la sangre saltaría por la nariz y las orejas y que los viajeros morirían en medio de horribles convulsiones. Son los apocalípticos, los pesimistas profesionales. Dudan siempre de los progresos de la razón, que según estos oscurantistas, no puede producir nada bueno. A pesar de que se equivocan en lo esencial, debemos admitir que los progresos suelen ser buenos y malos. Al mismo tiempo.
Internet es una tecnología que en sí no es ni buena ni mala. Sólo el uso que de ella se haga nos guiará para juzgarla. Y por esto es que la razón, hoy más que nunca, no puede dormirse. Si una persona recibiera en su casa, cada día, quinientos periódicos del mundo entero y si esto se supiera, probablemente diríamos que está loca. Y sería cierto. Porque, ¿quién, sino un loco, puede proponerse leer quinientos periódicos por día? Algunos olvidan esta evidencia cuando bullen de satisfacción al anunciarnos que de ahora en más gracias a la revolución digital, podemos recibir quinientos canales de televisión. El feliz abonado a los quinientos canales será inevitablemente presa de una impaciencia febril, que ninguna imagen podrá saciar. Se perderá sin límite de tiempo en el laberinto vertiginoso de un zapping permanente. Consumirá imágenes, pero no se informará.
Se dice a veces que una imagen vale más que mil palabras. Es falso. Las imágenes necesitan muy a menudo de un texto explicativo. Aunque más no sea para hacernos reflexionar sobre el sentido mismo de algunas imágenes, de las cuales la televisión se nutre hasta el paroxismo. Esto pudo constatarse hace unos años, por ejemplo, durante la última etapa del Tour de Francia, cuando en el sprint final de los Campos Eliseos asistimos en directo a la espectacular caída de Abdujaparov. Vimos esta escena como hubiéramos visto, en una calle, una persona embestida por un auto. Con la diferencia de que el auto hubiera embestido a la persona solo una vez. En la televisión, pudimos ver y volver a ver treinta veces la caída accidental de Abdujaparov. Gracias a las miles de nuevas posibilidades de la técnica: con zoom, sin zoom, en picada, en contrapicada, bajo un ángulo, bajo el ángulo opuesto, en travelling, de frente, de perfil... Y también, interminablemente, en cámara lenta.
Con cada repetición, aprendíamos más sobre las circunstancias de la caída. Pero, cada vez, nuestra sensibilidad se mitigaba un poco más. Poco a poco, volvíamos a ver esta caída con la distancia de un cinéfilo que diseca una secuencia de una película de acción. Las repeticiones habían terminado matando nuestra emoción.
Se nos dice que gracias a las nuevas tecnologías, en lo sucesivo alcanzamos las orillas de la comunicación total. La expresión es engañosa, permite creer que la totalidad de los seres humanos del planeta puede ahora comunicarse. Lamentablemente, no es cierto. Apenas el 3% de la población del globo tiene acceso a una computadora; y los que utilizan Internet son aún menos numerosos. La inmensa mayoría de nuestros hermanos humanos ignora incluso la existencia de estas nuevas tecnologías. Hasta ahora no disponen todavía de las conquistas elementales de la vieja revolución industrial: agua potable, electricidad, escuela, hospital, rutas, ferrocarril, heladera, auto, etc. Si no se hace nada, la actual revolución de la información los ignorará de la misma manera.
La información nos vuelve más eruditos o sabios solo si nos acerca a los hombres. Pero con la posibilidad de acceder de lejos a todos los documentos que necesitamos, el riesgo de deshumanización aumenta. Y de ignorancia.
De ahora en más, la llave de la cultura no reside en la experiencia y el saber, sino en la aptitud para buscar información a través de los múltiples canales y depósitos que ofrece Internet. Se puede ignorar al mundo, no saber en qué universo social, económico y político se vive, y disponer de toda la información posible. La comunicación deja así de ser una forma de comunión. ¿Cómo no lamentar el fin de la comunicación real, directa, de persona a persona?
Con obsesión, vemos concretarse el escenario de pesadilla anunciado por la ciencia ficción: cada uno encerrado en su departamento, aislado de todos y de todo, en la soledad más horrible, pero conectado a Internet y en comunicación con todo el planeta. El fin del mundo material, de la experiencia, del contacto concreto, carnal... La disolución de los cuerpos.
Poco a poco, nos sentimos atrapados por la realidad virtual. A pesar de lo que se pretende, es vieja como el mundo, como nuestros sueños. Y nuestros sueños nos han conducido a universos virtuales extraordinarios, fascinantes, a continentes nuevos, desconocidos, donde hemos vivido experiencias excepcionales, aventuras, amores, peligros. Y a veces también pesadillas. Contra los cuales nos previno Goya. Sin que esto signifique que haya que contener la imaginación, la creación y la invención. Porque esto se paga siempre muy caro.
Es más bien una cuestión de ética. ¿Cuál es la ética de los que como Bill Gates y Microsoft, quieren ganar la batalla de las nuevas tecnologías a toda costa, para sacar el máximo provecho personal? ¿Cuál es la ética de los raiders y de los golden boys que especulan en la Bolsa sirviéndose de los avances de las tecnologías de la comunicación para arruinar a los Estados o quebrar cientos de empresas en el mundo? ¿Cuál es la ética de los generales del Pentágono, que aprovechando los progresos de las imágenes programan con más eficacia sus misiles Tomahawk para sembrar la muerte?
Impresionados, intimidados por el discurso modernista y tecnicista, la mayoría de los ciudadanos capitulan. Aceptan adaptarse al nuevo mundo que se nos anuncia como inevitable. Ya no hacen nada para oponerse. Son pasivos, inertes, hasta cómplices. Dan la impresión de haber renunciado. Renunciado a sus derechos y a sus deberes. En particular, su deber de protestar, de sublevarse, de rebelarse. Como si la explotación hubiera desaparecido y la manipulación de los espíritus hubiera sido desterrada. Como si el mundo fuera gobernado por necios y como si de repente la comunicación hubiese devenido un asunto de ángeles.
José Saramago
Premio Nobel de literatura (1998).
Por eso, te homenajeo, Saramago, citando estos tres escritos:
"ME LLAMO JOSÉ SARAMAGO"
Lanzarote, 20 de Octubre de 1999.
Señor Presidente de la República Oriental del Uruguay:
Me llamo José Saramago, soy portugués, escritor y actualmente vivo en una isla del archipiélago de las Canarias. Mi mujer es española, tengo amigos en toda la América que se expresa en castellano, y también, no sería necesario decirlo, en Brasil, que habla mi lengua. Nada que cultural y socialmente importe al mundo iberoamericano me es extraño. Pertenezco a ese mundo com pertenezco a la aldea donde nací. Soy Premio Nobel de Literatura, pero no le escribo desde esa condición. Ni siquiera tengo la certeza de que sea por escribir libros por lo que me dirijo al presidente de la República del Uruguay. Querría que esta carta fuese leída sólo porque contiene palabras de un hombre a otro hombre.
Es cierto que soy escritor, es cierto que soy Premio Nobel, pero eso viene en segundo y tercer lugar. Y no lo digo por modestia; lo digo porque únicamente en los seres humanos (por desgracia, no en todos) el sentimiento de humanidad puede existir y resistir.
Ese sentimiento es el que guía estas palabras. Juan Gelman, el gran poeta argentino, uno de los mayores que el mundo tiene hoy, busca, desde hace años, a su nieto nacido en 1976, en Montevideo, adonde los esbirros de la dictadura militar, en una operación más del Plan Cóndor, transportaron a la madre embarazada. El padre de ese niño o de esa niña apareció muerto en Argentina, asesinado, con un tiro en la nuca. De la madre nada se sabe; su rastro se pierde en un centro clandestino de detención de Montevideo, capital del país del doctor Julio María Sanguinetti.
Si está vivo, el nieto de Juan Gelman tiene hoy 23 años. ¿Dónde se encuentra? El presidente de la República Oriental del Uruguay no se llama Juan Gelman, pero podría, para su infelicidad, siendo, como también es, simplemente Julio María Sanguinetti, estar ahora en la situación del poeta, es decir, buscando con desesperación a su propio nieto. ¿Que haría? Si Juan Gelman, admitamos ahora esta suposición, fuese el presidente de Uruguay, ciertamente el doctor Sanguinetti llamaría a su puerta y le diría: "Ayúdeme a encontrar a mi nieto". Y Juan Gelman, de eso tengo certeza, pondría toda su autoridad al servicio de esa justicia.
Es lo que yo, escritor portugués, le ruego al doctor Julio María Sanguinetti: ayude a Juan Gelman, ayude a la justicia, ayude a los muertos, a los torturados y los secuestrados ayudando a los vivos que los lloran y los buscan, ayúdese a sí mismo, ayude a su conciencia, ayude al nieto desaparecido que no tiene, pero que podría tener.
No tengo nada más que pedirle, señor presidente, porque le estoy pidiendo todo.
Con el respeto debido.
Atentamente,
José Saramago
SIN PAPELES
4 de Diciembre de 1998, El Mundo
La identidad de una persona no es el nombre que tiene, el lugar donde nació, ni la fecha en que vino al mundo. La identidad de una persona consiste, simplemente, en ser, y el ser no puede ser negado. Presentar un papel que diga cómo nos llamamos y dónde y cuándo nacimos, es tanto una obligación legal como una necesidad social. Nadie, verdaderamente, puede decir quién es, pero todos tenemos derecho de poder decir quiénes somos para los otros. Para eso sirven los papeles de identidad.
Negarle a alguien el derecho de ser reconocido socialmente es lo mismo que retirarlo de la sociedad humana. Tener un papel para mostrar cuando nos pregunten quiénes somos es el menor de los derechos humanos (porque la identidad social es un derecho primario) aunque es también el más importante (porque las leyes exigen que de ese papel dependa la inserción del individuo en la sociedad).
La ley está para servir y no para ser servida. Si alguien pide que su identidad sea reconocida documentalmente, la ley no puede hacer otra cosa que no sea registrar ese hecho y ratificarlo.
La ley abusará de su poder siempre que se comporte como si la persona que tiene delante no existe. Negar un documento es, de alguna forma, negar el derecho a la vida. Ningún ser humano es humanamente ilegal, y si, aún así, hay muchos que de hecho lo son y legalmente deberían serlo, ésos son los que explotan, los que se sirven de sus semejantes para crecer en poder y riqueza. Para los otros, para las víctimas de las persecuciones políticas o religiosas, para los acorralados por el hambre y la miseria, para quien todo le ha sido negado, negarles un papel que les identifique será la última de las humillaciones.
Ya hay demasiada humillación en el mundo, contra ella y a favor de la dignidad, papeles para todos, que ningún hombre o mujer sea excluido de la comunidad humana.
¿Para qué sirve la comunicación?
Un gran filósofo español del siglo XIX, Francisco de Goya, más conocido como pintor, escribió un día: "El sueño de la razón engendra monstruos". En el momento en que explotan las tecnologías de la comunicación, podemos preguntarnos si no están engendrando ante nuestros ojos monstruos de un nuevo tipo. Por cierto, estas nuevas tecnologías son ellas mismas fruto de la reflexión, de la razón. Pero ¿se trata de una razón despierta? ¿En el verdadero sentido de la palabra "despierta", es decir atenta, vigilante, crítica, obstinadamente crítica? ¿O de una razón somnolienta, adormecida, que en el momento de inventar, de crear, de imaginar, se descarrila y crea, imagina efectivamente monstruos?
A fines del siglo XIX, cuando el ferrocarril se impuso como un beneficio en materia de comunicación, algunos espíritus apesadumbrados no dudaron en afirmar que esta máquina era terrorífica y que en los túneles la gente moriría asfixiada. Sostenían que a una velocidad superior a 50 kilómetros por hora la sangre saltaría por la nariz y las orejas y que los viajeros morirían en medio de horribles convulsiones. Son los apocalípticos, los pesimistas profesionales. Dudan siempre de los progresos de la razón, que según estos oscurantistas, no puede producir nada bueno. A pesar de que se equivocan en lo esencial, debemos admitir que los progresos suelen ser buenos y malos. Al mismo tiempo.
Internet es una tecnología que en sí no es ni buena ni mala. Sólo el uso que de ella se haga nos guiará para juzgarla. Y por esto es que la razón, hoy más que nunca, no puede dormirse. Si una persona recibiera en su casa, cada día, quinientos periódicos del mundo entero y si esto se supiera, probablemente diríamos que está loca. Y sería cierto. Porque, ¿quién, sino un loco, puede proponerse leer quinientos periódicos por día? Algunos olvidan esta evidencia cuando bullen de satisfacción al anunciarnos que de ahora en más gracias a la revolución digital, podemos recibir quinientos canales de televisión. El feliz abonado a los quinientos canales será inevitablemente presa de una impaciencia febril, que ninguna imagen podrá saciar. Se perderá sin límite de tiempo en el laberinto vertiginoso de un zapping permanente. Consumirá imágenes, pero no se informará.
Se dice a veces que una imagen vale más que mil palabras. Es falso. Las imágenes necesitan muy a menudo de un texto explicativo. Aunque más no sea para hacernos reflexionar sobre el sentido mismo de algunas imágenes, de las cuales la televisión se nutre hasta el paroxismo. Esto pudo constatarse hace unos años, por ejemplo, durante la última etapa del Tour de Francia, cuando en el sprint final de los Campos Eliseos asistimos en directo a la espectacular caída de Abdujaparov. Vimos esta escena como hubiéramos visto, en una calle, una persona embestida por un auto. Con la diferencia de que el auto hubiera embestido a la persona solo una vez. En la televisión, pudimos ver y volver a ver treinta veces la caída accidental de Abdujaparov. Gracias a las miles de nuevas posibilidades de la técnica: con zoom, sin zoom, en picada, en contrapicada, bajo un ángulo, bajo el ángulo opuesto, en travelling, de frente, de perfil... Y también, interminablemente, en cámara lenta.
Con cada repetición, aprendíamos más sobre las circunstancias de la caída. Pero, cada vez, nuestra sensibilidad se mitigaba un poco más. Poco a poco, volvíamos a ver esta caída con la distancia de un cinéfilo que diseca una secuencia de una película de acción. Las repeticiones habían terminado matando nuestra emoción.
Se nos dice que gracias a las nuevas tecnologías, en lo sucesivo alcanzamos las orillas de la comunicación total. La expresión es engañosa, permite creer que la totalidad de los seres humanos del planeta puede ahora comunicarse. Lamentablemente, no es cierto. Apenas el 3% de la población del globo tiene acceso a una computadora; y los que utilizan Internet son aún menos numerosos. La inmensa mayoría de nuestros hermanos humanos ignora incluso la existencia de estas nuevas tecnologías. Hasta ahora no disponen todavía de las conquistas elementales de la vieja revolución industrial: agua potable, electricidad, escuela, hospital, rutas, ferrocarril, heladera, auto, etc. Si no se hace nada, la actual revolución de la información los ignorará de la misma manera.
La información nos vuelve más eruditos o sabios solo si nos acerca a los hombres. Pero con la posibilidad de acceder de lejos a todos los documentos que necesitamos, el riesgo de deshumanización aumenta. Y de ignorancia.
De ahora en más, la llave de la cultura no reside en la experiencia y el saber, sino en la aptitud para buscar información a través de los múltiples canales y depósitos que ofrece Internet. Se puede ignorar al mundo, no saber en qué universo social, económico y político se vive, y disponer de toda la información posible. La comunicación deja así de ser una forma de comunión. ¿Cómo no lamentar el fin de la comunicación real, directa, de persona a persona?
Con obsesión, vemos concretarse el escenario de pesadilla anunciado por la ciencia ficción: cada uno encerrado en su departamento, aislado de todos y de todo, en la soledad más horrible, pero conectado a Internet y en comunicación con todo el planeta. El fin del mundo material, de la experiencia, del contacto concreto, carnal... La disolución de los cuerpos.
Poco a poco, nos sentimos atrapados por la realidad virtual. A pesar de lo que se pretende, es vieja como el mundo, como nuestros sueños. Y nuestros sueños nos han conducido a universos virtuales extraordinarios, fascinantes, a continentes nuevos, desconocidos, donde hemos vivido experiencias excepcionales, aventuras, amores, peligros. Y a veces también pesadillas. Contra los cuales nos previno Goya. Sin que esto signifique que haya que contener la imaginación, la creación y la invención. Porque esto se paga siempre muy caro.
Es más bien una cuestión de ética. ¿Cuál es la ética de los que como Bill Gates y Microsoft, quieren ganar la batalla de las nuevas tecnologías a toda costa, para sacar el máximo provecho personal? ¿Cuál es la ética de los raiders y de los golden boys que especulan en la Bolsa sirviéndose de los avances de las tecnologías de la comunicación para arruinar a los Estados o quebrar cientos de empresas en el mundo? ¿Cuál es la ética de los generales del Pentágono, que aprovechando los progresos de las imágenes programan con más eficacia sus misiles Tomahawk para sembrar la muerte?
Impresionados, intimidados por el discurso modernista y tecnicista, la mayoría de los ciudadanos capitulan. Aceptan adaptarse al nuevo mundo que se nos anuncia como inevitable. Ya no hacen nada para oponerse. Son pasivos, inertes, hasta cómplices. Dan la impresión de haber renunciado. Renunciado a sus derechos y a sus deberes. En particular, su deber de protestar, de sublevarse, de rebelarse. Como si la explotación hubiera desaparecido y la manipulación de los espíritus hubiera sido desterrada. Como si el mundo fuera gobernado por necios y como si de repente la comunicación hubiese devenido un asunto de ángeles.
José Saramago
Premio Nobel de literatura (1998).