Pero, no basta ser oprimido para creerse revolucionario. Podemos situar a los judíos entre los oprimidos – y lo mismo sucede con las minorías étnicas en ciertos países – pero muchos de ellos son oprimidos en el interior de la clase burguesa, y como comparten los privilegios de la clase que los oprimen, no pueden sin contradicción, preparar la destrucción de esos privilegios. Lo que desean los negros yanquis y los judíos burgueses es una igualdad de derechos que no implica de modo alguno un cambio de estructura en el régimen de propiedad; quieren simplemente ser asociados a los privilegios de sus opresores, lo que en el fondo quiere decir que procuran una integración más completa.
El revolucionario está en una situación tal que no puede en modo alguno compartir esos privilegios; sólo por la destrucción de la clase que lo oprime puede él obtener lo que reclama. Eso significa que esa opresión no es, como la de los judíos o la de los negros, un carácter secundario, sino su carácter constituyente. El revolucionario es, a la vez un oprimido y la clave de la sociedad que le oprime, es indispensable a esa sociedad. Es decir, que el revolucionario forma parte de los que trabajan para la clase dominante.
El revolucionario es necesariamente un oprimido y un trabajador, y es oprimido como trabajador.
El trabajador lucha por un mejoramiento de detalle de su suerte, no por su transformación radical. Acepta trabajar en máquinas que no es suya, reconoce los derechos de la clase poseedora, reclama simplemente un aumento de salario.
El revolucionario, quiere cambiar esta situación. Ve las relaciones humanas desde el punto de vista del trabajo, porque no tiene otra cosa. En la medida que reclama su libertad como trabajador, sabe muy bien que no puede realizarla por una simple integración de su persona en la clase privilegiada.
Todo miembro de la clase dominante es hombre de derecho divino. Nacido en un ambiente de jefes, está convencido desde su infancia que ha nacido para mandar, y en cierto sentido es verdad, porque sus padres, que mandan, lo han engendrado para que los suceda. Hay una determinada función social que lo espera en el provenir, y en la que se introducirá desde que tenga edad suficiente. Esperado por sus pares, existe porque tiene derecho a existir. Ese carácter sagrado del burgués para el burgués, que se manifiesta en ceremonias de reconocimiento (tales como el saludo, la participación de un matrimonio), es lo que se llama dignidad humana. Cuando se dice que los hombres que son “los reyes de la creación”, debe entenderse el vocablo en el sentido más rudo: son sus monarcas por derecho divino; el mundo está hecho para ellos. Se sobreentiende que en estas condiciones, el hombre es un ser sobrenatural; lo que llamamos naturaleza es el conjunto de lo que existe sin tener derecho a existir. Las clases oprimidas forman parte de la naturaleza, para los hombres sagrados. No deben mandar. El hecho de que el esclavo naciera en el seno, le confería a él también un carácter sagrado: el de haber nacido para servir; de ser, frente al hombre de derecho divino, el hombre de deber divino.
En el caso del proletariado, no se puede decir lo mismo. El hijo del obrero, nacido en un suburbio alejado, en medio de la multitud, no tiene ningún contacto directo con la elite poseedora; personalmente, no tiene ningún deber, salvo los definidos por la ley; y ni siquiera le está prohibido, si posee esa gracia misteriosa que se llama el mérito, acceder, en ciertas circunstancias y con ciertas reservas a la clase superior: su hijo o nieto se convertirá en un hombre por derecho divino. No es, por lo tanto, más que un ser viviente, el mejor organizado de todos los animales. Todo el mundo ha sentido lo que hay de despectivo en el término de “natural”, que se emplea para designar a los indígenas de un país colonizado. El banquero, el industrial, aún el profesor, no son naturales de país alguno; no son naturales en una palabra. En cambio el oprimido se siente un natural: cada uno de los sucesos de su vida viene a repetirle que no tiene derecho a existir. Sus padres no lo pusieron en el mundo particular, sino por azar, por nada, en el mejor de los casos, porque les gustaban los niños o porque han sido accesibles a cierta propaganda, o porque querían gozar de las ventajas que se acuerdan a las familias numerosas. No le espera ninguna función especial; y si se le ha enviado al aprendizaje no es para prepararle a ejercer ese sacerdocio que es la profesión, sino solamente para permitirle seguir esa existencia injustificable que lleva desde que ha nacido. Trabajará para vivir y no es mucho decir que se le roba la propiedad de los productos de su trabajo; se le roba hasta el sentido de ese trabajo, porque no se siente solidario de la sociedad para la que produce. Sea peón o mecánico, sabe que no es irreemplazable; más aún, lo que caracteriza a los trabajadores es el hecho de ser intercambiables. El trabajo del médico o el abogado se aprecia por la calidad, pero sólo la cantidad de su trabajo sirve para reconocer al “buen” obrero.
El primer movimiento de un revolucionario consistirá en impugnar los derechos de la clase dirigente. Para él, los hombres de derecho divino no existen. En contraste con los miembros de la clase opresora, no trata de excluir de la comunidad a los miembros de la otra clase, pero; ante todo, quiere despojarlos de ese aspecto mágico que los hace temibles a los ojos de los oprimidos.
A la inversa del tránsfuga o del miembro de una minoría perseguida que quiere elevarse al nivel de los privilegiados, y asimilarse a ellos, el revolucionario quiere hacerlos descender hasta sí, negando la validez de sus privilegios.
El revolucionario, no es el hombre que reivindica sus derechos, sino, por el contrario, el que destruye la noción misma del derecho, que él concibe como producto de la costumbre y la fuerza.
Las órdenes de sus amos y la necesidad de vivir lo enfrentan a acciones rudas y concretas, lo obligan a formar pensamientos de detalle sobre la materia, sobre la herramienta.
En realidad, el elemento liberador del oprimido es el trabajo. ES un trabajo ordenado y toma al principio el aspecto de un sometimiento del trabajador: no es probable que este, si no le fuera impuesto, habría elegido hacer ese trabajo, en esas condiciones, y en ese lapso por ese salario. El patrón, reduce la actividad conciente y sintética del trabajador a no ser más que una suma de gestos indefinidamente repetidos. Así, tiende a reducir al trabajador al estado de pura y simple cosa.
Si todos los hombres son cosas, no hay oprimidos. En consecuencia, la sociedad liberada, no se funda en el mutuo reconocimiento de las libertades. Le tendencia de las capas superiores de esta sociedad, consiste en explicar lo inferior por lo superior, entendiéndolo como una degradación de lo superior.
De materialismo y revolución. Jean Paul Sartre.